Cada día es como el
anterior, el tiempo pasa como siempre, a su bola. La cúspide de la idiotez ya
alcanzada, pero nadie hace nada, los que tienen quieren más y los que no
aguantan, ¿cuánto tiempo? No se sabe, pronosticar es igual a sufrir, la espera
es eternamente aburrida. ¿Quién frenará esta locomotora que ha perdido el
control? De momento sigue cogiendo velocidad, implacable, llevándose por el
medio todo lo que pilla. En ella están montados un grupo selecto, sólo eso,
unos pocos que quieren que esto siga así para siempre.
Una tarde soleada de
verano, el calor era asfixiante, las cigarras cantaban con una energía
inusitada como si supiesen lo que iba a ocurrir a continuación. Cerca de
aquella casita de campo pasaba un riachuelo nacido en la montaña, llevaba agua,
mucha agua fresca, los animales paraban allí para saciar su sed. Una madre
ilusionada se disponía a hacer lo que todas las madres hacen alguna vez en su
vida, prepararse para dar a luz. Llevaba muchos meses gestando a un grupo de
nuevas criaturas, sus cachorros. Uno a uno iban saliendo al exterior aquellos
preciosos animalillos, los mejores perros de presa que un cazador puede desear.
Antes de dar a luz, se había colocado entre un matorral y el riachuelo, tenía
ganas de ver a sus criaturas, deseaba acicalarlas y lamerlas, darles cariño
para que recibiesen el nuevo día acompañadas de un amor incondicional, sólo
quería disfrutar de ese momento, era suyo, lo llevaba deseando muchísimo tiempo
y al final llegó como todo llega en esta vida. Estaba llena de felicidad, poco
a poco iban naciendo sus cachorros y no les faltaban los mimos de su madre, no
podía dejar de disfrutar de ellos, los quería con locura. Cuando terminó de dar
a luz se retiró unos segundos para beber del agua de aquel riachuelo, saciar su
sed y refrescar su organismo que había sufrido mucho estrés al traer al mundo a
esos pequeños. No había terminado de beber y antes de que el agua dejara de
gotearle el hocico ya estaba de nuevo junto a sus cachorros. Allí estaban
ellos, indefensos con sus ojos cerrados y su anunciada vulnerabilidad. Uno a
uno los cogía cuidadosamente entre sus mandíbulas y los iba llevando al
cobertizo donde se cobijaban, allí estarían resguardados del calor del verano
junto a su madre.

El dueño del animal estaba
esperando anhelosamente que llegara ese momento. El padre de los cachorros
había sido un buen perro de caza, no había rastro que se le resistiese, pero
dejó de ser útil. Esperaba que por lo menos uno de los pequeños diese la talla,
el resto los vendería o sacrificaría, depende de su estado, peso y demás. Entró
a ver a la perra que ya debería haber dado a luz, ella se echo a un lado y dejó
que su dueño examinase a los cachorros. La pobre estaba aterrada, todavía recordaba
el fatídico final que tuvieron algunos de los hermanos que nacieron junto a
ella. El cazador los fue examinando uno a uno y comprobó que había una pequeña
hembra que no parecía dar la talla, era más pequeña que los demás y parecía muy
frágil. La apartó de sus hermanos a ésta y a otro cachorro y los metió en una
pequeña alforja que llevaba con él, pensó, así tendrán más leche el resto
hermanos. La madre se acercó al cazador y se colocó delante de él cortándole el
paso, con la cola escondida entre sus patas traseras y el hocico pegado a la
bolsa en la que había metido los cachorros su amo, con un gesto de sumisión
aullaba sin parar y se movía de un lado para el otro intentando entender por
qué le arrebataban a dos de sus hijos, "si lo hubiera sabido no habría
tenido ningún hijo", pensaba en sus adentros la triste madre. El resto de
cachorros no se percataban de la escena, todavía eran muy pequeños. Al poco
tiempo los pequeños ya correteaban por el granero y jugaban sin cesar con el
resto de criaturas del lugar sin saber que les deparaba la vida.
Unos meses más tarde a uno
de los cachorros, Cicu, le iba a ocurrir algo espantoso que le apenaría durante
mucho tiempo, le había cogido mucho cariño a sus otros tres hermanos, dos
hembras y un macho y no iba a poder hacer nada por ayudarles. Mientras
correteaban por el recinto jugando como era normal con su edad, apareció el
cazador y los examinó una vez más, observó que había uno de ellos que
sobresalía de entre los demás, era más rápido y enérgico. Había estado
esperando que creciesen un poco para saber con cuál se quedaría y parecía que
ya lo tenía claro. Cicu era el más capacitado de los cuatro y lo apartó de sus
hermanos, lo metió en una jaula y se lo llevó de allí, aunque Cicu no parecía
feliz con la decisión del cazador. Ya sólo quedaba él y su madre. El cazador se
lo llevó junto a otro viejo perro para que aprendiese el oficio de rastreador.
Al día siguiente encontró a su madre en una esquina del cobertizo, estaba
cabizbaja, no había rastro de sus hermanos, intentó en vano buscar su olor,
pero no parecía encontrarlos por ninguna parte, el cazador se los había llevado
lejos de allí.
El tiempo iba pasando, su
amo se lo llevaba de caza al lado del viejo perro, que parecía pasar de él,
sólo se tenía a sí mismo y a su madre. Ya habían pasado unos años desde que fue
separado de sus hermanos, y con resignación tuvo que proseguir con su rutina.
El cazador había acertado con Cicu, no se le escapaba ninguna presa, todo lo
que olía era detectado y el cazador hacía buena cuenta de ello, abatiendo a
toda aquella criatura que intentara huir después de ser detectada. Su amo
estaba contento con él y le preparó un nuevo recinto, aunque él no quería irse
del suyo ya que amaba a su madre y la pobre cada vez estaba más débil y sola.
Seguía cazando con su amo,
veía como los dos formaban un equipo increíble, ninguna presa se les escapaba,
pero también observaba a otros cazadores con sus perros y la dificultad que
tenía para encontrar nuevas presas. En ocasiones no encontraban ninguna y no
era por culpa de Cicu, su olfato era implacable, sino por la escasez de presas.
Una tarde de invierno como otra cualquiera, salió a cazar con su amo, él estaba cansado de no cazar nada y pensaba que su fracaso en la caza era por culpa del perro que había perdido su capacidad de detectar a sus presas. El cazador poseía el mejor equipo de caza del mercado, miraba a su perro y a su alrededor, lo soltaba y esperaba que éste encontrase algún rastro, pero Cicu no encontraba ni rastro de las presas, el campo cada vez estaba más silencioso y triste y muchas de los animales simplemente habían sido cazados hasta ser exterminados del lugar. Pero aún así y para contentar a su amo seguía buscando, metiendo el hocico en cualquier madriguera, o escondrijo, golpeándose con las piedras, esperando que brotasen las presas de la nada. El amo estaba cada vez más cansado y furioso, empezó a insultar a Cicu, le decía que era un perro vago, holgazán, que como no viese pronto algo lo mataría. Cicu no estaba asustado por la muerte, eran muchas las criaturas que habían muerto por culpa de su maravilloso olfato, más bien, estaba triste por no poder satisfacer a su amo. El cazador se cansó y al terminar la jornada golpeó a Cicu con un palo, le dijo que era un gandul, que como no encontrara pronto presas lo iba a matar de un tiro.
Lo tuvo encerrado un par de
días en el antiguo cobertizo donde antaño vivió feliz junto a su madre y
hermanos. Mientras esperaba en aquél lugar pensaba. <<¿Qué puedo hacer
para complacer a mi amo?, ¿qué hago mal? Yo estoy sano, soy un perro capaz,
pero las presas han desaparecido, la caza intensiva ha aniquilado a aquellas
criaturas. ¿Cuánto tiempo podré seguir así, no puedo soportar esto
más?>>.
Una semana más tarde volvió
el amo y le dijo a Cicu que no le daba más oportunidades, si no cazaba, era
porque no valía. Cicu, no quería acabar como sus hermanos, se quería a sí mismo
y prefería morir a fallar a su amo. La caza empezó, pero como había pasado las
veces anteriores el campo estaba arrasado. Entonces el cazador enfureció y
empezó a pegar a Cicu con un palo, éste se encontraba ya debilitado por la
falta de alimento y apenado, ni siquiera sentía los golpes. Al final echó a
correr con el rabo entre las patas mientras su amo lo insultaba y humillaba
desde la distancia, incluso le disparó un par de veces, pero tuvo
"suerte" y los disparos no llegaron a herirle. Al final acabó
distanciándose de su amo, que casi ni lo veía. Pero Cicu, no quería mendigar por
la zona, no soportaba el encontrarse en esa situación. Por las noches soñaba
con su madre y hermanos, con los juegos que compartía con ellos cuando era
pequeño y lo feliz que fue en aquella escueta etapa. Mientras buscaba de un
lado para otro, intentando saber qué podía hacer en aquel momento y lugar, solo
y mal nutrido, sin poder cazar para vivir porque las presas escaseaban y las
que veía apenas le daban para vivir, encontró en el ambiente un olor peculiar,
era nauseabundo, sabía que no podría ser de otra cosa que el de una planta
peligrosa. Tenía hambre, pero ningunas fuerzas para buscar comida, su
resistencia estaba llegando al límite. Siempre había sido un luchador nato,
nunca se rendía y por eso su amo lo eligió a él de entre los cuatro, no
acabaría de ningún modo buscando en la basura las sobras de otros, su dignidad
valía más que nada. Entonces decidió acercarse a aquella planta, y examinarla
mejor, comió de sus semillas y buscó un lugar apartado, lejos de aquel sol de
verano. Esperó que el destino se lo llevara de allí, pensó en sus hermanos, en
su madre y en su amo, y dijo a sus adentros, -por qué tengo la sensación de
haberos fallado a todos-. Pero él no había sido nada más que una víctima, un
animal que sólo quiso vivir feliz. Al final su respiración fue decreciendo, sus
latidos se fueron apagando y su hálito dejo de estar entre nosotros para
siempre.
Esta fábula puede simbolizar muchas cosas, pero cada criatura elige cuánto tiempo puede aguantar las injusticias. Todo ser viviente es dueño de su existencia pero no de su nacimiento. No hay futuro si no hay presente. La lucha es desigual, es la propia especie humana la que crea las normas y cada individuo se tiene que adaptar a éstas, de lo contrario no tiene cabida en este sistema ya desnaturalizado, no hay vuelta atrás, normas morales juzgan nuestros actos, algunos de nosotros eligen qué es lo "correcto" para los demás. Rechazamos lo que no entendemos, los prejuicios juzgan los pensamientos ajenos. Miles de años conviviendo en armonía, en unos cientos todo eliminado. Entender es sumisión, no hay entendimiento posible, llorar no sirve, adaptarse es dar la espalda, sólo hay un final, sólo hay uno. Depende de la sociedad en la que habites será comprendido, pero muchos hace tiempo que lo tienen claro. No hay dos seres humanos iguales por eso es más fácil imponer una forma de vida que tratar de dar a cada uno lo que necesita para vivir.
Que el
destino se apiade de la evolución de un mundo sin control.